viernes, 3 de junio de 2016

La mañana




Cuando su nieta entró en la cocina como una exhalación, Maita ya tenía dos horas despierta. Eran las 7 a.m. y la octogenaria llevaba 30 minutos sorbiendo la misma taza diminuta de café. En realidad, debía tener un aire místico, envuelta en mantas tejidas, hipnotizada por aquel día que apenas empezaba, y recordando solo esporádicamente la bebida oscura. Cierto es que el café era una excusa, lo único que buscaba ella era poder sentarse un buen rato junto a la ventana para observar. Una mujer de esa edad no necesita nunca una justificación, principalmente porque el mundo dejó hace años de tener expectativas sobre el uso que debería dar a sus horas, pero Maita era una mujer rigurosa. Sin el café, habría parecido que era una anciana desvelada más. Inaceptable. Esa taza era la prueba de que su día comenzaba, voluntariamente, a las 5 a.m.


80 años es un tiempo largo para un humano, ella no recuerda en qué punto asumió que ya no le tocaba “hacer”, sino “ver”. No había un hecho preciso que hubiese dividido su vida en dos, simplemente entendió que se estaba poniendo vieja. Una de las tantas cosas que le parecían desvirtuadas de los últimos años era cómo la gente, ocupada con lo que pasaba fuera de sí, había limitado su capacidad de introspección hasta tal punto, que era trabajo de los otros anunciarle la vejez. No solo eso: la grandísima tontería de llamar a ese rito de paso copetudo “jubilación”. Esa manía nueva de que el lenguaje se ocupe de nuestras fragilidades.


A Maita no hubo que tranquilizarla con ninguna promesa de júbilo, ella sabía que el júbilo era lo que había venido antes, cuando era joven y fuerte, y dentro de ese día, que también empezaba a las 5 a.m., cabían trabajo, familia, ira roja, besos perezosos de domingo, hijos, llanto, trenes y miradas furtivas. Honestamente, se habría horrorizado si alguien le hubiera dicho que el objetivo de todo eso era ser una anciana. Trabajar solo para poder dejar de trabajar felizmente. No veía que un premio tan flaco pudiera emocionar a alguien.


Ella era, a los ojos de su familia, un ser más bien primitivo. Seguía tomando tés incomprensibles cuando tenía alguna dolencia, había ido al odontólogo menos de 4 veces, para gran exasperación de su hija, siempre cuando no quedaba más remedio que sacarle un diente, y se sentía más cómoda con las leyendas que con ese capricho prepotente que su nieta llamaba ciencia. Esa religión moderna que, no por moderna dejaban de imponerle a todo cuanto quisiera oír. Un verdadero trabajo de evangelización contra el evangelio. A pesar de todo, Maita comprendía mejor que nadie cómo progresaba la vida. Por ejemplo, se veía al espejo y comprobaba con alegría que los ojos se le estaban metiendo dentro de la cabeza. Parecían sucumbir las esferas verdes ante párpados solemnes, marcados por incontables arrugas. Así debía ser.


Tenía la teoría de que a los viejos se les hunden los ojos porque, con los años, necesitamos una nueva perspectiva. Los años alejan a los ojos de lo que ocurre para que podamos ver el cuadro en su totalidad. Los años quitan la banalidad y la inmediatez. Los años se burlan de los absolutos. En el cuadro completo, las tristezas agobiantes se funden con todo lo demás, perdiendo importancia. Mientras los ojos se hunden, lo rígido pierde contorno, se aligera, adquiere su verdadero significado. En la última etapa del hundimiento, corresponde mirar hacia adentro, la paz que antecede a la muerte es poder plegarnos sobre nosotros mismos y dejar el resto en silencio. Así debía ser.


Su nieta seguía buscando frenéticamente una bufanda dentro de la cocina, abriendo puertas de gabinetes y arrodillándose para mirar debajo de las mesas, mascullando lo tarde que era y reprochándose no haber oído las alarmas, haciendo predicciones fatalistas sobre el tráfico, con una rabia montante hacia…¿la mañana? Maita terminó finalmente su café y le dedicó a aquella mujer desolada una sonrisa condescendiente. Faltaban décadas para que pudiera comprender cuán irrelevante eran los relojes, el frio de afuera y la misma bufanda.

viernes, 26 de febrero de 2016

tres letras

Cuando algo duele, doler de verdad, no un roce a la tristeza, sino garras que se clavan en cicatrices viejas y las abren hasta volverte un espacio, el ser que se transformó en el vacío de todas sus inseguridades. Cuando algo duele así, resultan increíbles las mentiras que nos decimos para quitarle la existencia. No digo "matar" porque sabemos que vive, es quitarle provisionalmente la vida, como si fuera un sombrero que, según nosotros, le queda muy grande.

Yo empecé por borrar su nombre de mis palabras. De la misma manera como yo no existí hasta que tuve nombre, elijo que ella se desvanezca. Después, quise meterla dentro de mis verbos, un accesorio en la conjugación, podría ser un lunar que no se te ve. Así, cuando te pregunto "¿Van al cine?" ella es tanta gente posible que termina siendo nadie, tres letras con las que alguien completó una línea.

Y no es ella, no es su culpa. No hizo más que estar allí y enamorarse. Se descosió, nos pasa a todos. Gritó y te exasperó, te habría pasado con cualquiera. Nada hay particularmente meritorio de la no-vida que yo uso para adornar la idea de ella.

Y no es ella, soy yo. Yo, que después de mucho frotarme las manos con esperanzas, siento el mismo rechazo desde dos carencias completamente distintas. Soy yo, que me imagino lo que no hay y pienso que podría venir. Yo, que cierro los ojos y veo que la fantasía está construida de un material parecido al de la realidad. Yo, que me dejo distraer con posibilidades. Tú eres tú, y la sombra de ti que está conmigo, que se queda donde yo estoy y entrelaza mis dedos bajo el sol, porque hoy no sabemos para dónde vamos ni es remotamente importante. También yo soy yo, y la sombra de mí que camina contigo y tiene permisos sin dudas. 

Y no es ella, soy yo, que no me cuido, que soy más dura conmigo que con nadie y quiebro los espejos con la mano abierta. Soy yo, que busco los añicos y los hago aún más pequeños. Soy yo, que no sé ser de otra manera, acostumbrada a que el amor es como la amistad, excepto por la desolación del aislamiento. Soy yo, que tengo amores siempre a medias.

Aquí, en esta oscuridad sin ruidos sí soy yo, no es ella. 

miércoles, 16 de septiembre de 2015

basta



Creo que hay momentos tan oscuros e infames en la vida de las personas, que siguen viviendo por pura curiosidad, porque eso de que “todos los humanos vivos tienen un propósito”, empieza a parecer estadísticamente muy poco probable. Sin embargo, quienes te aman te lo dicen, y es que es una de las mentiras más necesarias que hemos decidido pasar de generación en generación. Aparte, es sumamente inteligente, porque mantiene el suspenso sin exigir nunca resultados. Cuando llegamos a viejos, agarramos algunas de las experiencias que llevamos a cuestas, hacemos resumen y determinamos que sí, efectivamente, debió haber cumplido nuestra existencia algún propósito. Igual, en ninguna parte hay que dar cuenta de cuál fue, ni a nadie le interesa saberlo.


Los que te aman te llevan lejos del borde de la vida, y no solo te repiten la mentira perversa que también debe regir sus propios días, sino que ubican ese propósito en otros. “Vivir para ayudar a tu familia”, “¿Qué habría pasado con tal persona si tú no lo hubieras empujado a alcanzar su máximo potencial?”, “No sabes quién se podría enamorar de ti”. Locus externo del valor humano, un sistema de entreayuda que mantiene girando los engranajes del mundo, como si formáramos todos una gran pirámide que no tuviera otro objetivo que seguir siendo una pirámide y como es de gran tamaño, creemos que tiene gran importancia, pero nadie sabe muy bien para qué.


Lo cierto es que podemos perfectamente “estar de más”. Sino, se otorgarían licencias de vida y alguien vigilaría si estamos usando los años para movernos hacia “el propósito” o si, por el contrario, convendría revocarnos la licencia. Somos demasiados, es una muestra de ego sin precedentes pensar que estamos construyendo algo que nadie más sabría construir. De pronto, tenemos que aceptar la derrota, agarrar los modestos logros que acumulamos en un breve paso por el mundo y movernos hacia el siguiente vacío, sin pensar mucho en aquella persona que ayudamos alguna vez o en esa pareja misteriosa que llegará para darle sentido a todo. De pronto, toca mirar la curiosidad a los ojos y decirle “basta”.

jueves, 30 de abril de 2015

Papillon



¿Qué oscuridad es esta? No veo nada. Tal vez sea, después de todo, una característica irrevocable de todos los seres eso de mirar el mundo a través del diminuto agujero que es el ombligo. Yo digo “no veo nada”, todo debe estar oscuro porque yo no veo nada. Incluso en este mundo negro, no estoy indefenso, sino que sigo siendo Amo y Señor. La oscuridad es mía porque yo no veo. 


En todo caso, mía o no, esta oscuridad es peculiar, cálida e íntima. Yo solía imaginar que el negro solo produciría vértigo, que se estiraría más allá de donde habrían logrado llegar mis ojos. Yo solía pensar que el negro era ese lugar donde todos flotamos a ciegas, dando golpes al aire gélido, tratando de encontrarnos. Pero no. En este negro, al menos una certeza me queda: estoy yo. Creo que no hay nadie más, pero los golpes son innecesarios porque, indudablemente, ya me encontré. Está mi cuerpo, doblado sobre sí mismo, estrecho, no podría negarlo aunque quisiera.


Antes del negro, definí mi cuerpo de acuerdo a lo que lo rodeaba, el tacto de lo que pisaba, las sensaciones que me permitía tener. Lo definí, también, pegándome los adjetivos que me correspondían y, a veces, cuando los adjetivos se volvían malvados, abandonaba mi cuerpo a su suerte, como si pudiéramos vivir separados y simplemente nos hubiéramos peleado. Ahora no tengo ese lujo. En medio de la oscuridad donde no veo nada más, irremediablemente me toca verme a mí mismo. En mi mente existe únicamente mi cuerpo.


Me parece cruel chocar conmigo mismo tan aparatosamente, no tener escapatoria. Todo antes del negro se siente banal: un cúmulo de atajos que no llevaron a ninguna parte, porque ante mi oscuridad no sé qué hacer. Sin embargo, nadie me lo advirtió. Nadie habría podido decírmelo porque nadie ha regresado del negro a lo que era antes pero, en cambio, todos viven con la esperanza de los colores, esa sí pudimos suponerla sin reparos. 

Después del sufrimiento, vienen los colores, después de inspirar asco y arrastrarte desde la vida hasta la muerte, llegan los colores. ¿Dónde están? ¿Qué hago yo en medio de esta estafa oscura? Tal vez, hace mucho, alguien descubrió que sería más fácil vivir pegado al suelo y sin altura si se pensaba en los colores, y quiso subsanar la injusticia de su propia existencia. ¿No habría sido más fácil encontrar una ilusión dentro de la tierra sobre la cual deambulábamos cada día? ¿Habría sido imposible? No lo sé, a mí me prometieron colores.