La mañana
Cuando su nieta entró
en la cocina como una exhalación, Maita ya tenía dos horas despierta. Eran las
7 a.m. y la octogenaria llevaba 30 minutos sorbiendo la misma taza diminuta de
café. En realidad, debía tener un aire místico, envuelta en mantas tejidas, hipnotizada
por aquel día que apenas empezaba, y recordando solo esporádicamente la bebida
oscura. Cierto es que el café era una excusa, lo único que buscaba ella era
poder sentarse un buen rato junto a la ventana para observar. Una mujer de esa
edad no necesita nunca una justificación, principalmente porque el mundo dejó
hace años de tener expectativas sobre el uso que debería dar a sus horas, pero
Maita era una mujer rigurosa. Sin el café, habría parecido que era una anciana
desvelada más. Inaceptable. Esa taza era la prueba de que su día comenzaba,
voluntariamente, a las 5 a.m.
80 años es un tiempo
largo para un humano, ella no recuerda en qué punto asumió que ya no le tocaba
“hacer”, sino “ver”. No había un hecho preciso que hubiese dividido su vida en
dos, simplemente entendió que se estaba poniendo vieja. Una de las tantas cosas
que le parecían desvirtuadas de los últimos años era cómo la gente, ocupada con
lo que pasaba fuera de sí, había limitado su capacidad de introspección hasta
tal punto, que era trabajo de los otros anunciarle la vejez. No solo eso: la
grandísima tontería de llamar a ese rito de paso copetudo “jubilación”. Esa
manía nueva de que el lenguaje se ocupe de nuestras fragilidades.
A Maita no hubo que
tranquilizarla con ninguna promesa de júbilo, ella sabía que el júbilo era lo
que había venido antes, cuando era joven y fuerte, y dentro de ese día, que también
empezaba a las 5 a.m., cabían trabajo, familia, ira roja, besos perezosos de
domingo, hijos, llanto, trenes y miradas furtivas. Honestamente, se habría
horrorizado si alguien le hubiera dicho que el objetivo de todo eso era ser una
anciana. Trabajar solo para poder dejar de trabajar felizmente. No veía que un
premio tan flaco pudiera emocionar a alguien.
Ella era, a los ojos
de su familia, un ser más bien primitivo. Seguía tomando tés incomprensibles cuando
tenía alguna dolencia, había ido al odontólogo menos de 4 veces, para gran
exasperación de su hija, siempre cuando no quedaba más remedio que sacarle un
diente, y se sentía más cómoda con las leyendas que con ese capricho prepotente
que su nieta llamaba ciencia. Esa religión moderna que, no por moderna dejaban
de imponerle a todo cuanto quisiera oír. Un verdadero trabajo de evangelización
contra el evangelio. A pesar de todo, Maita comprendía mejor que nadie cómo
progresaba la vida. Por ejemplo, se veía al espejo y comprobaba con alegría que
los ojos se le estaban metiendo dentro de la cabeza. Parecían sucumbir las
esferas verdes ante párpados solemnes, marcados por incontables arrugas. Así debía
ser.
Tenía la teoría de que
a los viejos se les hunden los ojos porque, con los años, necesitamos una nueva
perspectiva. Los años alejan a los ojos de lo que ocurre para que podamos ver
el cuadro en su totalidad. Los años quitan la banalidad y la inmediatez. Los
años se burlan de los absolutos. En el cuadro completo, las tristezas
agobiantes se funden con todo lo demás, perdiendo importancia. Mientras los
ojos se hunden, lo rígido pierde contorno, se aligera, adquiere su verdadero
significado. En la última etapa del hundimiento, corresponde mirar hacia
adentro, la paz que antecede a la muerte es poder plegarnos sobre nosotros
mismos y dejar el resto en silencio. Así debía ser.
Su nieta seguía
buscando frenéticamente una bufanda dentro de la cocina, abriendo puertas de
gabinetes y arrodillándose para mirar debajo de las mesas, mascullando lo tarde
que era y reprochándose no haber oído las alarmas, haciendo predicciones fatalistas
sobre el tráfico, con una rabia montante hacia…¿la mañana? Maita terminó
finalmente su café y le dedicó a aquella mujer desolada una sonrisa
condescendiente. Faltaban décadas para que pudiera comprender cuán irrelevante
eran los relojes, el frio de afuera y la misma bufanda.